"Érase una vez que se era…
un barrio humilde a las
afueras de una gran ciudad, que era exacta a todas las demás grandes ciudades. Era
enorme, con demasiado ruido y absolutamente demasiado gris. Lo peor era la
prisa. En aquella gran ciudad parecía que el tiempo viviese huyendo y las
personas dedicasen su vida a correr tras él. En fin, nada distinto a las demás
grises grandes ciudades, ¿verdad?
Pero aquel barrio de aquella gran
ciudad era diferente. Las casas eran cada una de un color. Las personas salían
a la calle por las tardes con sus sillas y formaban heterogéneas amalgamas de
ideas y pensamientos. Debatían, bromeaban y discutían a veces. Pero al final
las palabras eran sólo palabras y sabían que el mundo se cambia sólo a base de
conseguir zarandear las mentes.
Las personas que allí vivían
creían en mundos mejores, distintos y diversos. Pensaban, reflexionaban y se
revisaban y, lo más importante, y a la vez más difícil, intentaban aplicar esos cambios,
aunque fuera poquito a poco y unos más que otros, en su vida diaria.
Algo que sí habían logrado
interiorizar ya y que les resultaba primordial era el tener cuidado de si mismas
y de sus cuerpos. Sabían que para cualquier cambio, reflexión o circunstancia
una mente fuerte necesita un cuerpo fuerte, incluso a veces, el cuerpo puede
ser el motor para ayudar cuando la mente anda algo más dispersa.
Así el deporte y la actividad
física se convirtió en la raíz que alimentaba la vida de aquel pequeño remanso
de paz junto a la gran urbe. Un punto de encuentro donde la ciudadanía de
aquella vecindad se reconocía y se encontraba. Quizás tanto alrededor del plano
físico de sus vidas… que llegaron a arrinconar bastante aquello que les hacía
humanos: su corazón; la importancia de hablar de las emociones, miedos,
sensaciones… Pero, no adelantemos acontecimientos…
Decíamos cuán importante eran los
buenos hábitos físicos para estas personas, de hecho en unión lograron por
ejemplo que las carreteras acabasen justo
al comienzo de la linde de la barriada. Así, una vez llegabas a ella, eran
bellas calles de adoquines de colores los caminos que bien a pie bien en
bicicleta podían llevarte a casa del carnicero Joan, a la librería de Jordi, a
la oficina de correos de Josele, a la pastelería de Montse, a la escuela de
Esperança o a la pequeña oficina del guardia Jesús, entre otros destinos todos
igual de coloridos y brillantes.
Además era el último barrio antes
de llegar al monte. Desde allí mismo, tras dejar atrás el camino de los
adoquines rosas, comenzaba el “camino de la luz”. Era una pista ancha y rodeada
de frondosos árboles y arbustos y flores de todos los colores que subía al
monte Amaqh. Y precisamente la cercanía de ese camino lleno de tanta vida que
permitía la ilusión de un horizonte brillante hacía que, en ese barrio, también
el aire fuese más limpio y la luz más radiante.
Y era allí donde vivía también un
joven. Un joven normal. Con sus sueños y esperanzas. Con miedos y fobias. Con
traumas y herencias del pasado. Con mil historias alegres y un corazón
dispuesto a querer y quererse. Con errores cometidos, algunos arreglados y
otros enquistados. Con mil logros y metas superadas y una lista inmensa de
muchas otras por cumplir. Un joven cualquiera, pero Único. Como todas las
personas y como ninguna. Sin más.
Pero un día…
Él empezó a sentir dentro de si
mismo algo que no comprendía. No llegó de golpe. Al principio ni lo percibía o
no estaba seguro de si lo hacía. Ahora ya podía sentirlo. Vivirlo. Era como si
una oscuridad viva creciese en su interior y él no sabía ni cómo había llegado
hasta allí, dónde se le había enganchado en el alma, ni cómo parar su avance.
Notaba que poco a poco su corazón se entristecía e incluso cuando no era la
tristeza lo que de pronto la invadía, lo que sentía era igualmente oscuro pues
era… ¿cómo decirlo siendo tan difícil de explicar?... La Nada. Sí, quizás lo que más se acerque sea
precisamente lo más complicado de comprender. Sentía la Nada en su corazón.
Párate a pensarlo. Intenta, si puedes, imaginar la Nada. Luego imagina que eso,
inexplicable, indescriptible, está en el centro de tu cuerpo, sobre la boca de
tu estómago y, como un agujero negro, absorbe todo. En ti y fuera de ti. La
nada. Él sentía la Nada.
Los días pasaban y sus ojos
dejaban de brillar cada vez más a menudo. Sus vecinos le animaban a espabilar y
a hacer cosas y siempre tenían una palabra de aliento que… por desgracia no lograba
alentar. Incluso a veces, sin querer, incluso suponían una presión que el chico
no podía asimilar o racionalizar por que
la nada no le dejaba ya casi pensar. Porque no se trataba de poder o de querer.
Se trataba de que no era él, ya no. Y nadie más lo veía. Y precisamente eso le
dejaba solo, escondido tras lo que le estaba pasando, minúsculo, agotado,
inerte, tras aquella negra nada…
Pero él no podía explicarse.
Primero porque cada vez el cansancio le devoraba más y más y después porque
sentía vergüenza. Sentía vergüenza por haberse dejado llevar por algo que todo
el mundo pensaba que era tan fácil de evitar, ¿cómo había sido tan débil? ¿Acaso
no era un “tío”? Los hombres no tienen problemas de ansiedad, ni lloran, ni
están tristes. Eso es cosa de mujeres. E incluso cuando conseguía racionalizar
ese pensamiento machista heredado de un sistema patriarcal enquistado en las
mentes incluso de quienes querían volar más allá de las verdades o creencias
impuestas… Sentía vergüenza. Sentía vergüenza porque incluso cuando tomaba
conciencia de que no era fácil, que no era verdad lo que todo el mundo decía,
las palabras que hubiera usado para explicarse no eran las que usaba todo el
mundo. Eran locuras. Eran incomprensibles para los demás. Le llamarían loco. ¡Qué
vergüenza!
Y de la vergüenza a la culpa por
que… ¡aquello que le estaba sucediendo no tenía sentido! Su vida en aquel lugar
era maravillosa. ¿Cómo no podía reponerse? Entonces volvía el miedo porque
sabía que no era su culpa, era el monstruo. No podía comprender a ese monstruo
de su interior que crecía día a día y que la agotaba por minutos. Y vergüenza
de nuevo por que deseaba gritar con todas las fuerzas del mundo ¡¡¡Estoy
volviéndome loco!! ¡¡Ayuda!!! Pero… Había oído hablar de la locura y sabía que era
una desgracia absoluta. Sabía que era una vergüenza, una deshonra, además de un
obstáculo para vivir para siempre. Una vez dijera en voz alta todo lo que se le
estaba comiendo por dentro nunca dejaría de vivir con ese lastre… Y no quería
renunciar a quien había sido. Un súper hombre deportista, el mejor en todo
siempre. No quería dejar morir lo que fue… para nacer como el loco.
Y se callaba y se callaba, para
no perder el mundo que le rodeaba de paz, amistad y amor. Decidió que solo
enfrentaría ese bochorno y buscaría como huir de él pues cada día era peor. Cuando
la Nada descansaba eran pensamientos extraños y dolorosos los que le invadían.
Cuando no, ésos dejaban paso a otros oscuros y dañinos. La locura avanzaba y él
estaba perdiendo la partida. Necesitaba salir de aquel infierno que era su
interior.
Por aquel entonces existía la
creencia en el barrio que subiendo el camino de la Luz, justo antes de hollar
la cima de Amaqah, existía un pequeño recodo en el camino que conducía a una
pequeña grieta en la pared de piedra. Ésta resultaba ser la entrada a una cueva
mágica: “El hogar del jabalí de luz”. Una leyenda… ¿o no?
Un día el joven se levantó mejor.
Se sentía algo más fuerte y su mente le permitía aun tener, aunque fuese en
parte, el control. Así que cogió su bolsa con agua y provisiones, sus bastones
de caminar y se dispuso a llegar a esa cueva mágica. Fantástica solución nacida
sólo de rumores pero que hundido en la desesperación como estaba, vivía como su
única esperanza.
Los vecinos y vecinas le vieron
pasar con su ropa deportiva y sus aperos y se alegraron de volver a verle
caminar y salir al sol y a cuidarse. Todos y todas sentían la preocupación,
aunque no sabían cómo actuar, qué decir o qué hacer. La mayor parte de las
sociedades, y este barrio por colorido que fuese tampoco había logrado escapar
a ello, se habían convertido en absolutas analfabetas emocionales. Al menos ver
que el joven caminaba de nuevo les tranquilizó más aun viendo dónde se dirigía,
ya que ante el miedo a lo desconocido una creencia milagrosa siempre ha calmado
el desasosiego de las almas, ¿verdad?
Él llegó a la pista de tierra y
se le hizo un mundo comenzar. Pero lo hizo. Anduvo cuanto pudo con un cansancio
que jamás había sentido. Mil veces quiso dar la vuelta y mil veces venció a ese
monstruo que le pedía que quedara yermo de toda ilusión en un rincón de la
existencia. Mil veces paró y mil veces volvió a caminar. Jamás, y mira que
había hecho veces aquel camino, se había sentido tan absolutamente agotado y
por ello rendido y por ello avergonzado de si mismo. Mil veces retomaba el paso
tras un amago de rendición. Mil veces que eran cada vez más difíciles y duras.
A penas sabía ya donde estaba, ni podía saberlo. Y en la mil uno se paró. No
hubiera podido seguir. Sus ojos se llenaron de lágrimas, cayó de rodillas al
suelo y simplemente lloró. Sintiendo un dolor como nunca pensó que pudiera
existir, una tristeza asfixiante y, cuando ya no quedaron lágrimas, de nuevo
Nada. Absolutamente Nada.
Nada de nada. Que ya no se marchó.
Ya no lloraba. La respiración
lenta. Los ojos apenas parpadeaban. Dentro NADA. Su cuerpo agotado se dormía
incluso clavándose, como lo hacía, las piedras en las rodillas. Miró a un lado
y vio una pequeña hendidura en la montaña. Se arrastró como pudo hasta ella y
pensó que allí debajo de aquel pequeño zaguán natural era un buen lugar para
morir. De ahí salían sus pocas fuerzas, de la, para él, feliz idea de morir y
descansar por fin.
Y se durmió.
Al despertar de nuevo… Nada. Sus
ojos no brillaban, sus labios estaban secos y su piel grisácea. No había
muerto. Tumbado boca arriba, decepcionado de que aquel monstruo no hubiera
acabado con él aun, rindió su cabeza a la derecha y vio que aquel pequeño
porche de piedra era la entrada a una cueva escondida.
Y de pronto lo vio. Algo brillaba
no muy lejos en el interior de la piedra. Le pareció increíble su suerte pues el
joven vio una espada dejada caer sobre una roca.
Se sintió afortunado por una
milésima de segundo. El monstruo no se iba a ir pero él sí, él se iría. Se iría
para siempre donde aquel cuerpo lleno de Nada, tristeza, ideas extrañas y dolor
no pudiera acompañarle.
Se levantó extenuado como pudo.
Dejó sus palos y bolsa en el camino y con pasos arrastrados comenzó a caminar
dentro de la cueva.
Pero algo raro estaba pasando. No
conseguía acercarse nunca a la espada. Andaba y andaba y andaba un paso tras
otro, se tropezaba, se ayudaba con las manos para seguir… pero no lograba
llegar nunca a la espada que había de darle su final.
La rabia se le iba comiendo por
dentro a bocados de ira en sus entrañas a cada paso. Comenzó a gritar y a
insultar como si aquel objeto inanimado tuviese alma, o cuanto menos oídos, y
pudiera oír sus maldiciones y exabruptos. Pateaba las piedras y daba puñetazos
a la pared sin sentir si quiera como su piel se rajaba con la roca y su sangre
resbalaba por sus manos. Quería que esto acabase ya y odiaba el mundo que se lo
impedía. Quería gritar y pegar y vengarse de lo todo lo que sentía.
Pero mucha fue la sangre que cayó
de sus manos. Tanta que cayó desmayado. Antes de cerrar los ojos alcanzó a ver
que tanto había andado que ya la entrada de la cueva no era visible y sólo la
espada que allí a lo lejos, aunque no mucho, seguía brillando, servía de luz en
un lugar si no absolutamente carente de la más mínima centella de luz.
Entre sueños y pesadillas andaba
cuando oyó de pronto algo increíble: ¡Era música!
Una de sus canciones favoritas
años a, cuando el infierno aun no habitaba en su corazón.
“La vida no es más que aire y
polvo, de acuerdo
Pero estoy vivo
Y eso es todo lo que necesito
Para ser feliz, desdichado,
triste o alegre
Es todo lo que necesito
Así que elijo soñar y creer y
luchar
Porque, oh sí, estoy vivo
Y eso es todo lo que necesito”
- ¡Parece que reacciona! – Dijo Josep
- ¿Lo veis? ¡Os dije que la
música da vida! – Respondió Mario sonriendo.
Él abrió los ojos y sintió las
manos de alguien que tomaba las suyas y se zafó como pudo. Estaba todo
demasiado oscuro. No alcanzaba a ver a penas nada pero podía notar que tenía
las manos vendadas.
Dio un salto atrás. Pensó que era
el monstruo que estaba torturándole aun más con visiones y paranoias y no
quería más que gritar:
- ¡Déjame! ¡Déjame! Y no me
cures, no me ayudes, ¡¡déjame morir!! Por favor… - Y rompió en llanto amargo.
- Pequeño… Somos nosotros,
intenta escucharnos. Estamos aquí, contigo. Somos tus vecinos y vecinas – Dijo
Montse
El joven paró un momento de
sollozar pues no entendía qué estaba pasando. Era la voz de Montse. Y las
anteriores eran Josep y Mario. Seguro. Les conocía bien. Eran sus vecinos. Estaba
desorientado y muy confuso. Sobretodo avergonzado. Absolutamente muerto de
vergüenza. Intentó parecer lo más entero que pudo para expresarse como pudo:
- Verás, no volviste en el tiempo
esperado así que cuando tampoco te vimos llegar cuando empezó a oscurecer decidimos
salir todos a buscarte. – comenzó Víctor.
- Era ya muy tarde y estaba muy
oscuro cuando acertamos a ver tus cosas en el medio del camino de la Luz y
después tus huellas en la cueva. Pudimos reagruparnos y hemos venido todes a
buscarte. – Acabó la otra Montse, la mejor pastelera del mundo.
El joven seguía desorientado,
cansado y no quería pensar. Se sentó en el suelo y se calló. Sólo percibía su
propia respiración como algo real. Algo en que sí podía creer. Todo lo demás le sumergía en un mar de dudas y desasosiego.
Alguien se sentó a su lado y él
dio un bote asustado.
-¡No! ¡No os acerquéis!... – dijo
dejando salir toda su violencia para defenderse.
Se hizo el silencio un buen rato.
Todos estaban a su alrededor. Él los sentía. Pero tenía miedo. Mucho miedo.
Tanto que ni para si pudo quedárselo y acabó rindiéndose y susurrando:
- Tengo miedo…
- ¡Encended algo de luz! – Dijo
Alan
- No hemos traído los frontales,
creímos que nos cruzaríamos con él en el camino de vuelta. No sabíamos lo
dentro de la montaña que habías logrado llegar – Contestó Mario mientras se
dirigía al joven. Pero él no parecía calmarse con ninguna de las explicaciones
o palabras.
- Da igual, debemos hacer algo.
Encended algo o buscad algo. Tiene que vernos. Tenemos que mostrarle quiénes
somos y dónde estamos. – Respondió Esperança.
- ¡Aquí! Aquí hay algo… - dijo de
pronto David.
Y tocó un extraño saliente de la
pared cuyo extraño tacto y forma daba la sensación de ser un… ¿“botón”? <<Pero
no puede ser>> pensaba David <<no hay interruptores ni botones en
las piedras de las montañas>>. Y aun así, algo en su interior le hizo
presionar aquel extrañísimo saliente.
Pasó algo alucinante. De pronto
una de las estalagmitas más grandes de la cueva se iluminó como una antorcha
gigante cuyo fuego ardiese en su interior. Tremenda luz que dejaba ver como
aquella cueva estaba llena, repleta, de muchas más formaciones parecidas a
ésta. Eran como de cristal, hubiese podido decirse de hielo pero es que en
lugar de frío irradiaban calor. Un calor templado y reconfortante. La que
encendió David confería a todo cuanto iluminaba además mil reflejos de color.
Todes se pusieron muy contentes.
Creían haber dado con la clave para ayudar al joven a tomar conciencia de su
realidad. Sin embargo… él no se sentía reconfortado. Antes más bien se llevó
mayúsculo susto puesto que con el encendido de la estalagmita vio como en el
interior de la cueva y sin salida a la vista, se hallaba rodeado de muchísimos
seres deformes que se tambaleaban a su alrededor. Y es que exhausto como
estaba, las lágrimas apelotonándose en sus ojos, ese brillo tan repentino fue
demasiado para sus agotados ojos, que hicieron que las sombras se mezclasen con
el paisaje y con sus piedras y sus estalactitas y estalagmitas y con las
personas y todo se volvió un revuelto de formas sin sentido ni principio ni
final.
- No veo nada, no veo bien, no
entiendo… Tengo miedo…
- ¡Encendámoslas todas! – dijo Jesús
– Así la luz invadirá la cueva y las sombras y dudas se desvanecerán.
- ¿Cómo lo has hecho David? –
preguntó Cristina mientras se acercaba a él. Miraron juntos el extraño “botón”
y luego comenzaron a buscar junto a todos los demás si había más de ellos
escondidos entre las rocas.
Suky y Cristina hablaban mientras
buscaban.
- Hace falta más luz, quizás si
puede volver a ver bien lo que la rodea podamos ayudarle. – Decía el primero.
- No soy médica, pero esas manos…
no tiene buena pinta. Hay que darse prisa y bajarle rápido al hospital. – Le
contestaba la otra.
A nadie se le escapaba que el
tiempo no era un aliado y probablemente ni siquiera sabían por qué. Sólo veían
al joven tan aturdido y desconcertado que sabían que algo tremendamente
complicado estaba pasando en su interior. Ninguno sabía lo que era. No hablaban
de ello. Pero todos querían llevarle al hospital y que pudiese, cuanto antes
mejor, mejorar.
Él seguía sin entender nada de
nada. Pero estaba tan cansado… tanto… que ya no podía a penas moverse. La
tensión y el miedo le habían vencido y bajó los brazos. Aquello le superaba. No
sabía como zafarse o, más bien, lo sabía imposible. Decidió rendirse. Esperó
que aquello pudiera por fin ser el final de todo. Espero que por fin pudiera
descansar.
Y de nuevo la nada. Sólo la nada
en su corazón, sólo la nada en su mente y lágrimas ardientes fugitivas
resbalando poco a poco por sus mejillas.
Aquella persona que se había
sentado al lado del joven seguía sentada muy cerca. Era aquella a la que
llamaban jefa. Ella sí estaba loca. O eso decían. Además curiosamente orgullosa
de su locura. Nunca le había prestado mucha atención cuando hablaba. Era
demasiado… ¿diferente? Pero ahora ahí estaba, junto a él. Con entusiasmo,
curioso en aquella situación desde luego, mientras los demás buscaban la forma
de iluminar más la cueva ella comenzó a hablar.
- Al principio es un infierno. Te
dicen que tires para delante. Que hagas deporte. Que te alimentes bien. Ni
puñetera idea tienen. No es culpa suya. Nadie nos enseña a manejar las cosas
del cerebro y el corazón. Pero tú tranquilo. Podrás no sufrir tanto. Eso sí,
sólo hay una forma de que puedas vencer, cuéntalo. Explica lo que sientes.
Llora. Ríe cuando puedas. Abre el corazón. Sólo así podrás encontrar el camino
que te lleva a las armas para ganar al monstruo. O como en mi caso para
convivir con él. ¿Sabes? Yo vivo con él, hemos aprendido mucho y ahora más o
menos sabemos ir haciendo. Pero sí, fue un infierno al principio. Lo que
sientes es real. No es una locura y no, no tienes culpa de lo que sientes o
piensas. Y por supuesto no tienes nada de lo que avergonzarte. Seguro que estás
demasiado cansado para malgastar fuerzas en esos pensamientos. No lo hagas. Te
prometo que no es necesario.
Entonces llegó el Boss, se le
acercó y mirando al suelo, muy calmado y con voz mucho más triste que la jefa
comenzó también a hablar:
- ¿Sabes? No sé lo que te pasa. Y
no, no puedo entenderlo. Pero puedo explicarte lo que me pasa a mí. Cómo a
veces el miedo conquista cada célula de mi cuerpo. Cómo de pronto todo lo que
está a mi alrededor se vuelve una amenaza. Puedo contarte cuantas veces mi
cuerpo se ha quedado sin aire y me he sentido que me desmayaba. También puedo
explicarte que muchas veces, muchas más de las que quisiera, quiero morirme. Yo
diría que la palabra es angustia. Vivir angustiado cada segundo. Sé que quizás
no te sirva de nada pero… sólo quería que lo supieras. Sólo quiero que sepas
que aunque tengas miedo, hablarlo puede hacerte libre y que hay lugares donde
nos ayudan a poder aprender a controlar y convivir con estos entes que llevamos
dentro.
El joven de pronto se sintió
extrañamente reconfortado. Nadie nunca le había explicado así, con esas
palabras, delante de todo el mundo… ese tipo de emociones. No eran exactamente
las mismas que él sentía pero parecía que algo en su interior empezaba a
abrirse camino. Pero el miedo y la vergüenza le podían. Aun así logró
preguntar:
- ¿Estáis locos?
- Sí. Por suerte. Concretamente
de la familia de los bipolares. - dijo la jefa sonriendo y guiñándole un ojo.
- Yo aún no he llegado a ese
punto – comenzó el Boss mirando a la jefa con amor y orgullo –Así que yo te
diré que en el sentido estricto de la palabra no. Porque conservo mi juicio y
estoy aprendiendo a vivir con mi patología de forma sana gracias también a la
razón. Soy TOC. Pero sí, me encantaría ser un loco. Espero que así se me
considere. Este mundo no es homogéneo y si lo fuera sería aburridísimo. Los
locos, cuando estamos estables, simplemente vemos o sentimos cosas del mundo
que quizás otras personas no pueden. – y también sonrió.
- La locura es una elección. Como
prácticamente todo en la vida. La información… nos hace libres para vivir a
nuestra manera. Y como dijo Krishnamurti, “no es signo de salud estar bien
adaptado a una sociedad profundamente enferma”– dijo la jefa mientras abrazaba
al Boss sonriendo.
El joven les miró. No entendía
bien lo que esas personas le decían. Él estaba hundido y no le parecía que todo
aquello tuviese un ápice de gracia. Pero el Boss… un hombre… No parecía sentir
vergüenza de lo que contaba y mira que parecía algo de lo que avergonzarse, o
al menos algo que esconder. Sin embargo junto a la jefa… sólo hablaba y parecía
darle igual lo que pudieran decir o juzgar los demás. Pero es que, además, el resto
también les escuchaban y seguían buscando lo que fuera que buscaban, como si
aquello que se estaban diciendo fuera voz populi y sobretodo, y lo más
llamativo, no tuviera importancia.
- Yo también tengo miedo. – El Boss
le miró a los ojos para decírselo. – Yo también estoy cansado.
El chico se sentó, ya no huía, y
aunque se sentía muerto en vida, algo estaba pasando. Aquella luz, aquellos
reflejos de color, aquella calidez, las palabras de su vecino, de todos y todas
sus vecinas… El que no tuvieran miedo, ni vergüenza…el amor…
- Os he fallado. Le he fallado al
mundo. – y de pronto comenzó a sollozar…
- Ni te imaginas cuantas veces
todas hemos sentido alguna vez que hemos fallado. – Comenzó Leti sentándose al
otro lado. – Siempre hay un día, una situación, en que crees que has fallado,
que podrías haber hecho más o que podrías haberlo hecho diferente. Pero no
tiene mayor importancia. Cada paso que damos, cada historia que vivimos, cada
susto, cada error y cada acierto, cada palabra y cada gesto, nos ayuda a andar
un poquito más nuestro camino. Todos enseñan algo. – Leti miraba al joven que parecía
respirar cada vez más calmado.
- Juntos podemos aprender de
ellos y las unas de las otras. – completó Alan.
- ¿Sabes? Las cosas en la vida
tienen la importancia que les demos. A veces nos sentimos mal, desorientados,
en peligro… en muchísimos casos eso no se puede controlar, no está en tu mano,
pero en lo que sí puedes controlar, podemos aprender a desprendernos de
vergüenzas o culpas. – dijo David
- Supongo que la culpa y la
vergüenza son palabras que nos han venido transmitiendo generación tras generación.
Y pensamos que son prácticamente una emoción más, por decirlo de algún modo.
Pero no lo son. Sólo es algo que nosotros nos construimos dentro. Cuando te
liberas de ellas… la vida pasa a ser mucho más divertida – siguió Richard
guiñándole un ojo mientras seguí palpando la pared.
- Incluso reírse de uno mismo,
provocar al miedo, provocar a la tristeza, ¡provocar a la vida! Sentir que nada
está por encima de ti y de lo que te gusta, particularmente nadie. Aprender a
ser uno mismo pese a quien pese y siendo libre también es, valga la
redundancia, liberador. Y divertido. – Era Joan quien hablaba y Laura quien le
respondía: - Te lo digo yo que Joan lo pone
en práctica. – Sonrío al joven.
Víctor quiso explicar: – pero es
que todos y todas somos diferentes. Cada persona del mundo siente, piensa… de
forma distinta. Reivindicar la diferencia es hacer el mundo más grande.
- Y es que somos muchos, pero
muchísimas personas, quienes sentimos tristeza, pena, dolor, angustia… Ni
siquiera se puede explicar. Y al principio que nadie te entienda… verte solo
sin comprender por qué no puedes ser feliz. Por qué haces, dices y piensas
cosas que sabes que no tienen sentido cuando estás bien. Por qué a veces te
vencen… Es duro. Pero hablarlo y rodearse de personas que no tengan miedo es una
puerta a la libertad. – continuaba Jordi.
- ¿Sabes? Yo no soy muy de hablar
pero sí sé que a veces es imprescindible. No todos vamos a poder explicarnos
igual. No todos podemos transmitir con las palabras perfectas aquello que
quisiéramos. Pero intentamos animar, dar cariño y apoyo. Como podemos. Sabiendo
que no podremos empatizar nunca con estas cosas, pero intentamos al menos
transmitir que estamos aquí. – Era Josele quien había tomado la palabra.
-
Supongo que la clave es el amor. Cuando uno elije querer está eligiendo
también desear para los demás sólo cosas buenas. Cuando uno elije vivir desde
el amor no hay prejuicios ni miedo por que todo puede ser redescubierto y en
caso de duda la emoción que florece en nuestros corazones es siempre buena. –
Montse la pastelera se explicaba mientras seguía buscando por los rincones
aquello que les permitiese aumentar la luz.
- Es difícil por eso, ¿eh? –
comenzó Josep – A veces la tentación en la que caemos es preguntarnos por qué,
cómo llegamos a vivir determinadas cosas. De hecho, en muchas ocasiones la vida
no es justa. Y es que es así. La vida no es justa. La vida sólo es. Asumir eso
cuesta mucho por que el dolor por uno mismo o por la persona amada puede
alejarnos del amor y que pensemos que lo es lo que en realidad es un
pensamiento destructivo.
- Pero se puede aprender Josep,
- seguía Esperança – podemos entre todos aprenderlo. Lo que pasa es que es muy
muy difícil. Probablemente lo más complicado sea hacer entender a una persona
que su sistema de creencias está siendo perjudicial para si mismo o para su
entorno. Pero creo que no debemos dejar de luchar por abrir caminos donde
nuestra herencia sociocultural nos ha construido muros.
De pronto sin saber cómo estaban
metidos en una conversación donde Suky aportaba preguntas incómodas que hacían
pensar a todes, también a si mismos, Joan provocaba muy a su manera, Jordi
expresaba su propia complejidad, el Boss reflexionaba, Richard bromeaba, Josele
escuchaba, Alan y David se cuestionaban, Josep y Esperança aportaban su punto
de vista, Jesús relativizaba y Cristina aumentaba la perspectiva, Mario
aportaba datos que pasaban desapercibidos y Víctor expresaba con templanza una
mayor amplitud de realidad y… bueno, lo de siempre.
Pero como nunca. Hablando de
aquello de lo que no se habla y que sin embargo todes llevamos dentro.
La jefa se acercó despacio al
chico que empezaba a tambalear la cabeza. Se sentó a su lado. Le invitó a
apoyar la cabeza en su hombro, realmente se le veía agotado. Tanto que lo hizo, apoyó la cabeza en la jefa y se durmió plácidamente. No estaba listo ni preparado
para escuchar tanto discurso, estaba agotado. No podía más. Sin embargo no las
palabras en si, sino simplemente que salieran de los corazones y mente de
todes, que le envolvieran junto con aquella luz, aquella mágica luz que parecía
haber hecho visibles de pronto los miedos, las historias, las sensaciones, las
alegrías, las penas, las dudas, el amor de todes elles le hizo sentir, por
primera vez desde hacía muchísimo tiempo, un poquito de paz. Una pequeña
tregua.
- Parece que descansa – Dijo
Montse.
- No – Contestó la jefa. – Sólo
duerme. Al pobre le falta mucho para descansar. Pero entre todes haremos que lo
logre. Él y todes los que necesitamos también descansar.
Suky miró a todes: - ¡Ei! ¡Nos
vamos! ¡Hay que bajarle entre todes al hospital aprovechando que duerme!
Cogieron sus cosas, le cogieron entre varios y comenzaron el camino de vuelta
con urgencia esperando a llegar a donde pudieran ayudar al chico lo antes
posible.
Tan deprisa salieron que… se olvidaron
de la luz.
Aquella luz de la grieta del
jabalí quedó encendida y reflejándose de una en otra en todas las estalactitas
y estalagmitas comenzó a propagarse a fuera de la cueva y como si un rayo
mágico bajado del cielo fuera, regó con su magia poco a poco aquel barrio de
colores y al rebotar en tantos lugares brillantes y vibrantes como en él había
la luz se siguió propagando más y más y más y más borrando poco a poco el gris,
mostrando la salida de las calles que parecían no tenerlas, los brotes verdes
en las grietas del suelo y las paredes, los niños y niñas jugando… y tanta luz
se hizo sobre el mundo gris que incluso la bruma de la prisa, trabajo, inhumanidad,
comenzó a disiparse y los oídos comenzaron a escuchar la música, las risas, los
llantos… Y la vida se abrió paso. Y las personas volvieron a serlo. Y es que con la mágica luz, el mundo se
iluminó por fin.
FIN"
- ¿Y qué era esa luz mamá? – Dijo
el pequeño jabatito a su madre.
- Era el amor y eran las palabras.
Porque el amor debe expresarse, ¿sabes? Y la tristeza. Y el miedo. Y la ira. Y
la alegría… Cada vez que algo tiene que salir del corazón y no sale se pone
feo, como la fruta, y se pudre. Y si algo se pudre en el corazón éste se pone
malo. Las palabras, hablar, escribir, expresar como sea pero expresar, es
vivir. Nos cura y cura al mundo.
- No entiendo mamá.
- Mira, mucho más fácil. La luz
eran elles. Cada persona que fue a esa cueva, sintió y lo expresó llevaba la
luz dentro.
- ¿Todos tenemos luz? – preguntó
el pequeño ya con los ojos entornados.
- Todos y todas, cada uno de los
seres de este mundo. Y tenemos la responsabilidad de llenar el mundo de luz.
Y la mamá jabalí acabó así el
cuento de leyenda de la gruta jabata, arrulló a su pequeño y ambos se quedaron
dormidos.
Autora: Míriam Pasalodos Vaya
Ilustraciones ídem
CUENTO DEDICADO A TODAS Y TODOS LES PARTICIPANTES EN EL EVENTO POR LA SALUD MENTAL DEL PASADO 21 Y 22 DE ABRIL EN EL CIRCUITO DE MONTMELÓ DENTRO DE LAS 24HORAS MADFORM.
NO HAY REGALO MÁS GRANDE PARA EL MUNDO QUE DAR VISIBILIDAD Y PONER LUZ SOBRE AQUELLO QUE PERMANECE POR DESGRACIA EN LAS SOMBRAS.
¡¡GRACIAS DE CORAZÓN!!
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